La mejor forma para introducir al lector a esta serie abierta de textos, presentes y por venir, se encuentra quizá en el primer capítulo de El salón de los espejos encontrados, de Jaime Moreno Villarreal. En aquél, una de las mejores plumas que ha dado este país, habla de un juego adivinatorio, una suerte de bibliomancia. Así, “quienes van cubriendo las paredes de un cuarto con hileras de libros que ascienden al techo y bajan en círculos fabrican una imagen del universo que no adopta, en esencia, otro contenido que la posesión de un orden alterno. El sueño de una biblioteca como imagen del mundo suele ser imperceptible de tan obvio, conforme el lector coleccionista se planta en el centro de gravitación y comienza a dar vueltas y a detenerse en sus estaciones. Ese orden adquiere repentinamente otra materialidad la noche en que una docena de amigos invitados a cenar pasan a la biblioteca a sentarse en lo sofás y sillones formando un círculo”. En ese momento “el juego comienza. Uno de los invitados hace en voz alta una pregunta. La pregunta puede no ser realmente sustancial, pero corresponde al género “consulta sobre el pasado, el presente, o el futuro”. En cuanto a la aventura de lo narrado, dejo al lector en suspenso, refiriéndolo al magnífico texto del propio Villarreal, quien, en otro momento señala: “cualquier obra, aliviada de su función ordinaria, asume otro lugar en el orden alterno; sabiéndola consultar, rinde su oráculo”. De esta manera “la estantería funciona como un gran volumen de desiguales enunciados en el que -por virtud de la deducción, el comentario, la interpretación- todo lo escrito custodia otros sentidos, y un poco en broma, un poco en serio, los consultantes aprietan la ronda para que una voz distinta, legible, no ajena se manifieste”. Así que, como cualquier ingenuo aprendiz de bibliomancia, me di a la tarea de consultar al oráculo, a propósito del propio acto de escribir, y qué mejor libro que el del propio Villarreal, que en aquel momento tenía entre mis manos, para comenzar esa incipiente práctica. Grande sería mi sorpresa cuando, al abrir la página 135, en la séptima línea del segundo párrafo, se lee : [si] no estuviera colocado frente a la mesa donde te escribo esta carta, yo me volvería a convertir en la Nada”.
Jaime Moreno Villarreal, El salón de los espejos encontrados. México: Ediciones el equilibrista, 1995.
Las almas tristes
Hace algún tiempo escuché hablar a Didier Ottinger, un reputado historiador del arte francés, a propósito de lo que él llamaba teología de la luz en la obra del pintor Edward Hopper. A través de ella, Hopper habría creado una especie de estructura lumínica para el ordenamiento de la figura en el cuadro. Al oído del músico, el eco de la pregunta no se hace esperar; simétricamente ¿sería posible hablar de una teología del sonido, o mejor aún, de una teología del timbre en música? La respuesta avanza hacia un sí que, aunque grosero, es contundente: en alguna versión de los textos hebreos sobre la creación Dios se manifiesta primeramente a través del sonido. Más específicamente, la primera acción de Dios habría sido la propia creación: en el principio Él formó el mundo. Después llegó el movimiento, pues: “un viento de Dios aleteaba sobre las aguas” –notar la figura del ala, a la que apelaremos más adelante-; aleteo que implica ya necesariamente el sonido; luego resonó la voz al decir Dios: “haya luz”. Antes de la propia luminiscencia, fue el sonido. En otras latitudes, la mística sufí afirmaba que antes de su encarnación, el alma era sonido, y que el cosmos, al igual que su continuidad, sólo podían ser explicados a través de él. El soplo es la sustancia de la vida, según los taoístas, y el filósofo Huainan Zi explicó cómo en el comienzo del comienzo, dos soplos, el del cielo y el de la tierra, se encontraron, entrecruzándose.[1]
Pero entonces, ¿una teología? ¿No más bien una ontología, o, en un sentido más objetivo, una teoría? Es evidente que en los términos de un objeto de estudio positivo, deberíamos hablar de teoría. Sin embargo, no es ese pensar el que me atrae. Más bien, desearía desarticular la propia cuestión teológica, para leerla, no al pie de la letra, sino como un síntoma. En una palabra: ¿qué relación es posible establecer entre la pregunta sobre lo teológico y el síntoma?
En el libreto que para la ópera Clitemnestra escribió Verónica Musalem en 2016, la pitonisa Casandra, raptada y vejada por el divino Agamenón, se pregunta: “¿quién acude [hoy] a los dioses?”, para luego reconducir la cuestión: “¿quién puede tener respuestas?”. En su relectura del mito, a través de la acción dramática, Musalem vacila entre la ausencia radical de los dioses, o más bien, de la pregunta sobre los dioses- intercambiados por una pulsión de aniquilamiento cósmico, inmanente y brutal-, y la acción numinosa de la muerte. Ésta aparece representada a través de la terrible imagen de lo que ella llama ambiguamente a un tiempo “diosa de la muerte”, y “señoras del más allá”, – singular/plural que nos proporciona también una cierta cifra de lectura-. Si consideramos la obra del verdadero artista –y Musalem definitivamente lo es- como el termómetro de un momento histórico específico, deberíamos tomar seriamente en cuenta el espacio de tensión que se crea entre esta ausencia/presencia de los dioses – o de la cuestión sobre ellos- en el marco de lo que de forma aciaga llamamos actualidad. Lo grave estriba no solamente en que los dioses se hayan ido, sino que, con su partida, extirparon la posibilidad incluso de la pregunta sobre ellos. No hay quien acuda a los dioses, porque en realidad los hemos olvidado. Pero, por favor, no se interprete esto como la réplica moralista o melancólica de un puritano. No lo es en absoluto. Ese olvido es aquí radical, pérdida y ausencia trágicas, y por tanto, diría Clément Rosset algo insuperable, irremediable e irreconciliable; sin restauración posible. Pérdida definitiva de ala. Pero quizá sea el propio signo que articula la distancia entre ausencia/presencia el que albergaría aún la tensión sobre la cuestión teológica. Y subrayemos por lo pronto que, si bien la pregunta se ha desdibujado, y con ella sus términos, queda aún algo: una tensión, una fuerza o una resistencia contenida en el signo que articula la separación: /.
Sí, es un hecho que la gente acude a los templos. Pero esto no puede interpretarse fuera su propia condición histórica. Sabemos que somos modernos, tanto como que simulacro, fluidez, espectáculo, labilidad, y un sinnúmero de adjetivos acompañan la lectura de nuestra época y la urgencia de su interpretación. Pero, parafraseando a De la Rochefoucauld, la filosofía puede triunfar cuando se trata de pensar los males pasados o futuros, pero los males del presente triunfan sobre ella. Valorar entonces la pertinencia del término teología en nuestro tiempo –tiempo de templos simulados, y de deprecaciones erosionadas- no sería sino un tiento destinado a fracasar. Pero el pensar no teme al fracaso, o le teme de una manera singular; en un cierto sentido fracasa siempre, y lo sabe, pese a que el llamado al pensar no cese nunca.
Hoy la presencia de los dioses en un cosmos articulado en la síntesis de un todo, no es siquiera imaginable, ni como posibilidad, ni como afecto, ni como nada. Los templos repletos y la proliferación de los credos, muchos de ellos televisivos, tan sólo apuntalan nuestra afirmación. En su lugar –y no se tome a mal la llaneza del giro dialéctico- quedan ausencias, angustia sin forma, fragmentos sobre el vacío, afectividades compartimentadas, subjetividades rotas en todos los ismos imaginables. Quedan también simulacros. No obstante, esas ausencias a penas se advierten por entre el estruendo de las imágenes de toda índole que acosan la vida a cada instante. La ausencia se hincha de goce óptico, textural, lumínico -y por qué no decirlo, también textual-. Quien ingenuamente enarbole la defensa de cualquier iconoclastia contemporánea, bien podría analizar los desplazamientos que van del vacío de las almas tristes, a la compañía del capital y su pulsión de imagen, fungiendo ambas como bastiones fantasmáticos para la subjetividad.[2] Actualmente, todos lo sabemos, a través de la vida virtual de las redes en el internet, asistimos a la privatización del yo-imagen, que flagrantemente, y frente a nuestra quasi impotencia, va suplantando a los sujetos. Y eso ocurre cuando nos referimos específicamente a la vista, pero si el alma en la era premoderna era asediada por la posibilidad de padecer infestaciones demoníacas, hoy bien podríamos deslizar dicha figura a la infestación sonora, como maldición, ya no posible, sino inmanente a la contemporaneidad. Nadie puede negar que el silencio hoy es una forma de resistencia, eficaz pero increíblemente difícil de conseguir. Y sí, nos aparece aquí la necesidad de una epistemología que contemple el vínculo palpable entre sonido y cierta forma del mal; entre entretenimiento y luminiscencia perpetuos, habría una eticidad aún por ser pensada.
Entonces nos queda, ya no la pregunta; tampoco los términos, pero sí la tensión de un signo (/), que albergaría aún restos de una cuestión sobre lo teológico. Algo resiste, y con ello resguarda la inmanencia de esa tensión. Nietzsche diría que se trata del cuerpo. De acuerdo; sólo que quizá el frenesí de las filosofías actuales sobre el cuerpo y su imperiosa afirmatividad, tantas veces impostada e indispensable para sostener artículos y tesis doctorales, debería ponernos un poco en guardia.[3] Por eso, eludo como puedo ese camino; al menos por ahora. Pero habría que preguntarse si esa tensión es ella misma teológica, o si se trata de una tensión sobre lo teológico. No serían de ninguna manera equivalentes. ¿Podríamos guiarnos aquí, no por una cuestión sobre el sentido de la tensión de aquella pregunta ya sin términos, sino por su naturaleza misma, es decir, por lo que esa tensión es o alberga en sí? ¿Pero cómo producir las coordenadas para ese pensar?
Cuando Casandra exclama: “¿quién puede tener respuestas?”, la incógnita recae sobre todos los términos de la pregunta. Quién, es una apertura hacia el vacío; cuestión que clama la representación de un alguien –y no un algo-. Luego viene la pregunta sobre la potencia, sobre el tener, y sobre la respuesta. No es baladí que sea el propio oráculo quien instaure en su cuerpo la tensión de la experiencia del preguntar. Pensado de esta forma, lo primordial es la experiencia de la unión con el dios, y no el sentido de aquello que se ha preguntado. Pero la exclamación de Casandra no sucede en secreto, ni se emplaza en silencio. Por el contrario, prorrumpe en la escena trágica; aún más: canta, y así, la unidad de sentido es superada por otra forma de unión, generada en el acaecer melódico. Sobreviene así la música como melos. ¿Pero quiénes son -en el imaginario mítico que abreva del mundo animal- los cantores por excelencia? Los pájaros. Ellos cantan y profetizan. De la intensidad de su canto hablaba el poeta chino Du Fu: “me hiere el canto de las aves”.[4] También Aristófanes, quien a través del maravilloso coro de las aves, da cuenta del poder oracular de esos seres alados frente al “ser siempre y en todo falso” de los hombres. Así, dicen los pájaros, “para todo negocio comercial, o compra de víveres, o matrimonios nos consultáis previamente y dais el nombre de auspicios a todo cuanto sirve para revelaros el porvenir”. [5] Voz del profético Apolo, silvestre Musa “de variados tonos”, el ave representa universalmente la alianza del cielo y de la tierra. Quizá esa figura intermediaria y conciliadora nos ayudaría a pensar en cómo la interpretación del mundo dentro de la esfera mítica opera a partir de una suerte de síntesis con sus consecuentes derivaciones. Si en el pensamiento mítico el mundo es un todo unido, y sus partes no pueden ser pensadas estrictamente fuera de ese todo que las engloba, los sujetos y sus acciones remiten por fuerza a la unidad sintética total, que supone, precede y ordena todo acto, todo afecto: incluso el discernimiento para el caso de los héroes.[6] Es justamente el dios griego, la figura singular que actualiza, en la acción de su potencia, la síntesis de la máquina mítica. Los dioses no estaban ausentes, como ocurre ahora. Virgilio, en el primer canto de la Eneida, hace hablar a la hermosa Venus quien, esquiva, apenas se deja reconocer por su amado Eneas.[7]
La presencia divina era real y eficaz. El dios podía hacerse efectivamente presente a través de su oráculo, a quien conseguía poseer por la vía de aquello que en la naturaleza estaba animado –por ejemplo la sangre animal, o la savia de las plantas. Como muestra, tomemos uno de los numerosos casos que nutren la obra de J. G. Frazer, a propósito de la adivinación: “uno de estos métodos de producir inspiración es chupando la sangre recién vertida de una víctima sacrificada”; para el caso del templo de Apolo Diradiotes, en Argos, se sacrificaba un cordero una vez por mes y una mujer que debía observar estrictamente la regla de castidad – pues los dioses han demostrado siempre y en todo tiempo ser extremadamente celosos- “gustaba la sangre del cordero, quedando así inspirada por el dios”, gracias a lo cual era capaz de adivinar y profetizar.[8] No obstante, se acude con igual frecuencia al reino vegetal, con el fin de producir las experiencias espasmódicas que acompañan la posesión, a través de la ingesta de pócimas, inhalaciones de vapores, humo de tabaco u otras hierbas, o la masticación de hojas de plantas –como el caso de las Yedras, como ocurría con las báquides o bacantes, posesas del divino Bromio.
Dentro de la esfera del mito, hemos dicho, el mundo es un todo; sus partes no pueden ser pensadas fuera de ese todo que las enlaza y, naturalmente, el proceso adivinatorio acontece bajo la égida de ese principio de unidad. El oráculo actúa porque literalmente es poseído por un dios; es así que puede hablar en primera persona –pues es el mismo dios el que se manifiesta en la expresión misma de lo dicho- acrisolando la unión entre sujeto y objeto, entre revelación y potencia, entre lo celeste y lo terrestre, entre lo divino y lo humano. Ahora bien, yendo un poco más lejos, y desplazando el problema hacia la síntesis inherente al preguntar, diríamos que ahí lo respondido no existe estrictamente fuera de la pregunta, en la medida en ambas instancias operan por unión sintética. En ese sentido, toda respuesta afloraría en virtud de un diferimiento o una refracción, y no como una exterioridad.[9] Lo que quiere decir que la respuesta está plenamente implicada en la pregunta. De la cuestion, aquélla se extrae como un elixir, o un veneno, de manera que ambas comparten la misma naturaleza, sin experimentar separación o la acción de un tiempo escatológico. Ahí, donde no hay dialéctica posible, aflora el preguntar mítico. ¿Pero qué ocurre con el sentido de lo preguntado? Para el hombre moderno quizá sea éste el punto nodal de la cuestión; incluso el tiempo escatológico, propio de la modernidad es siempre sagital, es decir, opera por la acción de un sentido inherente a su acaecer. No obstante, como hemos indicado, antiguamente el sentido de lo preguntado se revelaba como inherente a la pregunta misma, en una refracción que no admitía exterioridad. Por lo tanto, tampoco dialéctica alguna, ni tiempo escatológico. No es que los hombres –incluso los héroes- no hubieren deseado servirse las respuestas del oráculo (se sabe que los peregrinos que visitaban Delfos provenían de toda la Hélade, incluso del Asia Menor y regiones aún más lejanas), más bien las respuestas no apuntaban a lo esperado, sino siempre a otra cosa: al enigma. Es por ello que lo sustantivo del aquel preguntar derivaba necesariamente hacia el dominio de lo enigmático; pregunta, respuesta y enigma se entretejían en un mismo ovillo. Por tanto, y tomando en cuenta la naturaleza oscura del enigma, ninguna respuesta podría develar la sustancia de aquél. Contrariamente, el signo, la palabra, el sueño, o cualquier cosa que pudiere representar una respuesta, refractaba la naturaleza íntima del enigma; de ahí que lo importante no haya sido lo representado en la respuesta, sino la participación en lo revelado como manifestación palpable de la acción del aparato mítico. Esta sería, a mi entender, la mejor manera de comprender el tiempo trágico, al que alude Rosset a través de su gesta filosófica, donde el resultado del hecho trágico (la muerte de alguien- y de nosotros tarde o temprano-) no ocurre en realidad a través de un acontecimiento fatal; este hecho no es fin, sino principio que anuncia y retrotrae lo pasado como inversión de un futuro ya siempre ahí. Un anuncio que, malhaya, no llega en realidad demasiado tarde, sino quizá demasiado pronto para ser avistado.
No he querido aquí analizar la pregunta en virtud de los términos y su sentido, sino que he buscado ir al en sí de la pregunta misma, al acto en el que el preguntar, lo preguntado y lo respondido se amalgaman. Por ese he recurrido al aparato mítico. Pensar en ello nos ha conducido a una implicación, en el caso del cuestionar teológico, de una tensión inherente al preguntar mismo (para nosotros, hoy día, ya sólo un signo /, como vestigio). Pero todo esto supone algo más profundo, y es la singularidad de la experiencia sobre el preguntar teológico inserto en el aparato mítico. Esa experiencia nos sería forzosamente ajena e inalcanzable en la medida en que sólo podemos ser modernos.
Entonces ¿quién es capaz, hoy día de vivir (en) la intensidad de una cuestión; de una pregunta? Sin duda, la instrumentación del aparato lógico de respuestas neutraliza el en sí de la experiencia propia del preguntar en la esfera mítica. En esa línea, hoy no importaría el en sí de la pregunta matemática, por ejemplo, tanto como el axioma que garantizare la respuesta eficaz. Y esto no sería inherente a la matemática, sino que expresaría nuestra forma de instrumentalizar la experiencia del conocimiento. Pero si el signo (/) constituía para nosotros el vestigio de algo –una pregunta sin términos- sería quizá posible leer lo en sí del signo como aquello que tiende a sustraerse de lo preguntado. Eso que se sustrae, y que nos allegamos aún hoy en tanto vestigio silente, no es sino el enigma. Sin embargo, la experiencia contemporánea se ha expulsado a sí misma de la esfera de lo enigmático en la medida en que nuestro aparato consciente se adjudica el poder de descifrarlo todo –aunque paradójicamente ese poder sea puramente mítico, y se yerga sólo como simulacro-. De ahí la importancia del acto psicoanalítico en tanto lugar de resistencia contra la industria de las respuestas. De hecho, mencionamos al inicio de este texto el término síntoma. ¿Podríamos leer en la pregunta teológica, la huella un síntoma? Si la pregunta se forja –es decir, se instituye- a través de los términos que la conforman, ¿qué es en ella lo instituyente? De manera más general, ¿qué se sustrae hoy a las figuras de lo instituido? ¿Cuál es la sintomatología de esa sustracción? ¿No apuntan justamente las utopías del pensamiento actual hacia la restitución en lo instituido de lo instituyente? Revuelta y acontecimiento son términos que se aprestan a nuestro encuentro, sin embargo, habría que preguntarse si ambos, en tanto constructos modernos instrumentalizables, no permanecen justamente exteriores al en sí de lo preguntado en tanto enigma. Al parecer, lo único que conservamos del aparato mítico es el fantasma de un poder que de facto promete a la larga descifrarlo todo. Sin embargo ahí, toda respuesta –al ser siempre instrumentalizada o al menos instrumentalizable- no puede acusar sino su propia exterioridad en relación al enigma que, paradójicamente y en algún punto, aduce.
La forma más íntima de lo enigmático es la muerte, y quizá sea justamente ese enigma junto con sus síntomas, el último vestigio teológico que podemos allegarnos.
JTS
Post scriptum:
La genialidad de algunos escritores nos permite entrever la actualidad de esta paradoja:
“Escribir sólo me está dando la gran medida del silencio”. Clarice Lispector, Agua viva.
“¿Escribir sin brújula? Siempre tengo en mi interior la aguja, siempre señala su polo norte magnético: el final”. Elias Canetti, Apuntes.
“¡Cuántas dimensiones nos ignoran! Me aterra el silencio eterno de estos espacios infinitos”. Pascal, Pensamientos.
“Quizá la mayor diferencia que se da entre nosotros y aquellos paganos reside en la diferente relación que mantenemos con el cosmos. En nuestro caso, todo es personal. Para nosotros, el paisaje y el firmamento no son sino el deleitable fondo de nuestra vida personal. Incluso el universo de los científicos es, desde nuestro punto de vista, poco más que la prolongación de nuestra personalidad. Para un pagano, tanto el paisaje como sus circunstancias personales le eran del todo indiferentes: solo el cosmos era la verdadera realidad”. D.H. Lawrence, Apocalipsis.
[1] Veáse : Philosophes Taoïstes II, Huainan Zi. París, Biblioteque de la Pléiade, 2003, pp. 42 y 55.
[2] Ya el Islam, a causa de la prohibición de las imágenes representativas, había desplazado la vista hacia el oído, desembocando en la espléndida sinonimia que caracteriza al árabe y sus dialectos.
[3] Leí hace algún tiempo sobre la moda entre filósofos de hablar y postularlo todo en relación al cuerpo; filósofos que, por cierto, con frecuencia son incapaces de bailar…
[4] Du Fu, en: La Pagoda Blanca, Cien poemas de la dinastía Tang. Trad. Guillermo Dañino. Madrid, Hisperión, 2001, p. 139.
[5] Aristófanes, Teatro completo, México: Ediciones Ateneo, 1963, p. 271.
[6] Tema complejo que atañe al problema de la libertad y la elección en la figura del héroe griego, y que me gustaría tratar en otro momento.
[7] Heus inquit iuvenes, saluda la diosa a los mancebos.
[8] James George Frazer, La rama dorada. México, Fondo de Cultura Económica, 1999, p. 125.
[9] Me viene a la mente la manera en que Giorgio Agamben señala el punto donde, en la paradoja de la divina humanidad de Cristo, la esfera celeste se encuentra al borde del colapso hacia lo humano e, inversamente, lo humano parecería casi elevarse al rango de lo divino. Sin embargo, ambas catástrofes –la mítica y la cristiana- son distintas. La primera, supone la unión sintética del todo; la segunda tan sólo la proclama, produciendo únicamente la paradoja de la separación (el capital y lo improfanable). Por otro lado, hasta los niños huelen la falsedad –o la imposibilidad, para ser menos groseros- del gesto divino que prometía en el Antiguo Testamento, restituir, a través del arcoiris, la alianza rota con el hombre.