Mil y una grullas

En la meditación silenciosa, es sutil la inspiración maravillosa. Inmersos en la magnífica armonía, volamos de una grulla en compañía, escribía el poeta Sikong Shu, en la China del siglo octavo.

Cuando mi gran amiga Janet Paulus me comisionó una obra para arpa y orquesta de cuerdas, lo primero que vino a mi mente fue la imagen de un hermoso regalo de cumpleaños que ella había realizado para mí: mil grullas de papel. Quizá -y de manera más o menos inconsciente- el elemento aéreo se presentaba ante mí como una necesidad de ala, de vuelo; una bocanada de aire fresco capaz de contrarrestar las huellas del cúmulo de sensaciones opresivas que la pandemia había dejado tras de sí. La grulla, por su parte, encarnaba la potencia de la inmemorial relación entre el imaginario humano y el mundo de las aves.

A propósito de este enigma y de sus antiquísimos rastros, Georges Bataille nos ha dejado una magnífica reflexión en Las lágrimas de Eros y, desde luego, Maurice Blanchot en su pequeño ensayo Sobre el nacimiento del arte. El vuelo es, para nosotros, transgresión, sobreabundancia, apertura, pero, sobre todo, sueño: un sueño mítico. En ese sentido, nos dice Carl Jung en Presente y Futuro: “El arte siempre ha sido secundado por el mito, es decir, por un proceso simbólico inconsciente que prosigue desde tiempos inmemoriales y que, como manifestación primigenia del espíritu humano, será también raíz de toda creación futura”. Por ello, “la evolución del arte moderno, con su aparente tendencia nihilista a la disolución, debe concebirse como un síntoma y símbolo de una disposición de ánimo correspondiente al ocaso y a la renovación del mundo característicos de nuestro tiempo”.

¿De qué es síntoma este mito, esta imagen de mil y una grullas en vuelo? Si ello presenta un enigma al pensamiento, la música, libre de cualquier atadura representativa, deberá expresar -en sus propios términos- alguna clase de respuesta sensible, de signo sonoro; acaso, en última instancia, de consuelo.

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